21 de outubro de 2011

YO DE MAYOR QUIERO SER...

…Quiero ser… Eh… Quiero… Quiero ser… Pues quiero ser cualquier cosa con tal de llevar la contraria, así estaré segura de encarnar un personaje que cumple con su cometido fundamental: dar por saco a su creador. Aunque, en realidad, no da tanto por saco como podría parecer, qué va. En realidad, es genial… Sí, ya sé. Soy consciente de que me estoy contradiciendo y todavía no he aclarado nada. Ahora mismo me explico, calma y tranquilidad, que estamos empezando y todavía queda mucha entrada.

Los que nunca habéis asistido al proceso creativo de una novela, quizá penséis que es algo que está “escrito en piedra”, que el escritor tiene una idea, monta una trama, esquematiza unas cuantas escenas y crea unos personajes que sostienen y desarrollan la acción. Y después, se ajusta a ese esquema prefijado y escribe de acuerdo a él, siguiendo esas líneas que él mismo ha establecido.

Sí, bien…

Bueno, a lo mejor funciona así. Puede. Quizá. No sé…

Tal vez sea de ese modo, si no lo pongo en duda. Y ni tan siquiera me molestaré en discutir si es o no la forma correcta de hacerlo. Ni de broma, vamos. Si hay algo de lo que estoy convencida, es de que no hay una forma correcta de hacer nada en esto de aporrear teclas: cada uno tiene su sistema, y a cada uno le funciona lo que le funciona. Con mejor o peor resultado, claro, pero no me voy a meter en eso, que hoy no tengo ganas de tomarle el pelo a nadie. Eh, a veces me pasa. No muchas, cierto, pero a veces sí. Más que nada porque termino aburriéndome de no tener un antagonista en condiciones, que yo esto de tocar melindres lo hago por afición y por echarme unas risas, y si mi supuesto oponente tiene menos gracia que un embargo de Hacienda, pues no merece la pena el esfuerzo… En fin, a lo que iba, que me disperso y si dejo que mi personalidad maldita tome el control no termino con esto hoy: que sí, que los esquemas existen, y a veces hasta son útiles cuando la cosa se complica demasiado y ya no sabes ni dónde, ni cuándo, ni cómo están las cosas y tienes un problema espacio-tiempo qué ríete tú de la Relatividad. Sea como fuere, para mí los esquemas son algo así como un monstruo con garras y grandes dientes y cuernos y piel venenosa y y y y ¡halitosis! que me mira con gesto amenazador cada vez que me siento delante de un teclado, y al que me enfrento con gran valor siguiendo una estrategia de probada eficacia en mil batallas: «Si no te veo, es que no estás ahí».

Odio esquematizar. Lo odio. En parte porque sé que soy un completo desastre para todo lo que se parezca remotamente al orden. Lo admito, soy un foco de entropía: allí por donde paso se genera el caos sin que mi voluntad intervenga para nada en el proceso. Así que sentarme delante de una hoja y ponerme a escribir un esquema que ya tengo —eh… más o menos— en la cabeza, cuando podría estar escribiendo sin más, pues me pone de mala leche. Eso por una parte. Por la otra, es que sé de sobra que acabaré haciendo algo que no tiene absolutamente nada que ver con lo que tenía previsto. Porque —los psicólogos presentes en la sala hagan el favor de mirar a otro lado, gracias— los personajes siempre se me rebelan. No, no, esos cabrones no se revelan, no: se rebelan. O deciden revelarse a última hora, que para el caso es lo mismo.

¿Que tú tenías previsto que tu personaje fuera hijo único? Pues a mitad de la novela, el muy desgraciado te cuenta que tiene tres hermanos conocidos, seis sin reconocer y hasta un misterioso medio hermano del que nadie sabe nada y que, oh, sorpresa, resulta ser fundamental para lo que queda de trama. Trama que, por supuesto, no lo dudes, se parecerá a la que habías previsto en un principio tanto como un donut a una guindilla. Menos aún.

¿Que tú pensabas escribir un drama, con un protagonista amargado y asqueado de la vida? Pues cuando te quieres dar cuenta, el tío está contándole chistes hasta al gato mientras la vida tal como la conocemos toca a su fin y las trompetas del Apocalipsis resuenan en la distancia. Y tu niño ahí, jugando al strip-póquer con Muerte, Peste y Guerra —con Hambre, no. Hambre está ligando con las cocineras mientras termina con la producción mundial de pastelitos de crema— y echándose unas risas, que total el mundo se nos acaba y para tres minutos que nos quedan, compañero, no los vamos a pasar llorando.

Y claro, esto te obligará a cambiar todo lo que ya tienes escrito. Eso suponiendo que hayas seguido un esquema, claro. Si no lo has hecho —o si lo has hecho del único modo en que yo puedo llegar a concebir los esquemas, es decir, no pasar del: «Y aquí, más o menos, debería venir cuando aparece el malo. E igual debería ser de noche. O no»— te va a llegar con meter tres frases perdidas que justifiquen toda la historia. Porque si estás escuchando a tus personajes, ellos ya han ido dejando caer pistas que, en su momento, tú no tenías ni la más remota idea de por qué las habías escrito, pero que, oye, quedaban bien.

Sé que todo esto suena como muy esquizofrénico, pero de verdad que funciona de esa manera. O, al menos, a mí y a alguna gente que conozco nos funciona así, y la locura compartida se lleva mejor, para qué engañarnos. El caso es que llega un momento en que la historia no es exactamente tuya. No sé explicarlo mejor, pero es así. Tú te sientas delante del teclado, y las escenas van saliendo, mejor o peor, puede que a trompicones, y de pronto, todo encaja. Y ese es el momento “uuualaaaaa”, cuando te das cuenta de que todo tiene sentido y ya sabes exactamente como va a seguir todo desde ahí. Y es… pues eso: “uuualaaaaa”. Y hasta te emocionas, y todo, y llamas al colega (hola, Nee) con el que sueles comentar todo lo que escribes y le dices: “Oye, ¿te acuerdas de cuando te dije que no sabía por qué había puesto (insértese aquí lo que sea)? ¡Pues ya lo sé!”. Y esa persona, que también ha hecho lo mismo contigo en decenas de ocasiones, dice: “¿En serio? ¡Genial! ¡Cuenta, cuenta!”. Y tú le cuentas, y no te sorprende nada recibir frases como: “Joder, tía, pues ya podía habértelo dicho antes el cabrón de (insértese aquí nombre del personaje) porque anda que no le dimos vueltas a por qué (insértese aquí escena que te viste en la obligación de incluir sin saber por qué, pero que ahora resulta que es perfecta). Y mira que era fácil”.

No, en serio, no es raro, aunque a los que no escriben —si es que hay alguien en este país que no escriba o intente escribir, algo que últimamente me permito dudar. Mucho— se lo pueda parecer. Por mucho que tú te empeñes en llevar a los personajes a un sitio, o en hacerlos comportarse de una manera, o dotarlos de determinada cualidad, si ellos no quieren, no hay nada que hacer. Te sentarás delante del teclado y te quedarás bloqueado intentando llevar a tu protagonista a recolectar uvas, cuando él está empeñado en robar un banco. Y cada vez que lo quieras subir a un autobús rumbo a la vendimia, todo se conjurará en tu contra y el taxi que lo lleva a la estación va a tener un accidente que tú no habías previsto en tus maravillosos esquemas, pero que no puedes dejar de describir por mucho que lo intentes. O el autobús va a ser atracado por una banda de ladrones que secuestran a tu protagonista y que, oh, casualidad, quieren robar un banco y él es justo el elemento que le faltaba a su banda, o…

…O puede que seas un cabezota del quince y te empeñes en evitar todas esas escenas y subir a tu criatura al autobús caiga quien caiga. Y eso será el desastre. Porque, no tengo ni idea de por qué, pero los personajes saben mucho mejor que el escritor cómo debe ser la historia. Y su historia siempre es mil veces más interesante que la que tú habías pensado en un principio. Es triste reconocer que alguien que tú has creado es mejor novelista que tú mismo, pero oye, tampoco vas a dejar que tu orgullo herido te impida aceptar la ayuda, ¿no? Seguro que necesitas toda la que puedas reunir, no me digas que no. Y tus personajes son la mejor ayuda que puedes tener, que para eso son tuyos y les has dado una vida y una personalidad —o, al menos, deberías haberlo hecho, desgraciado, que ya sabes lo que pienso de los personajes planos y sin carácter definido— y son tan reales para ti como tú mismo, y conocen la historia mejor que tú, porque al fin y al cabo son ellos los que la están viviendo. Siempre hay que escuchar a los personajes, y dejar que la historia se cuente exactamente como quiere contarse, y a los esquemas y las normas prefijadas que les den mucho por donde se empiezan los cestos si se interponen en ese objetivo, que al fin y al cabo, son herramientas, y las herramientas tienen el alma plana, lo sabe todo el mundo. Bueno, salvo quizá los martillos, pero eso es otra historia…

Así que, bueno, esquematizad si queréis. Pero después no vengáis quejándoos de que vuestros personajes han montado la Revuelta de las Marionetas y vuestro detallado esquema —sí, ese que os llevó dos días escribir. Dos días que podíais haber aprovechado escribiendo, por cierto— no sirve para nada.

El que avisa no es traidor, ¿eh?

4 comentarios:

  1. Ejem, oye, psssst, shhhh, eho? yo no escribo, ni lo pretendo.

    En serio, mas razón que un santo. Mira que trato con escritores, mira que les veo escribir sus relatos y sus novelas, y discuto con ellos este o aquel trozo o pasada de rosca del personaje.

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  2. ¿No escribes? ¿En serio? Pues háztelo mirar, ¿eh?

    Ya... Mis personajes SIEMPRE se pasan de rosca. Pero es que es lo suyo XD

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  3. Yo al contrario TENGO que usar esquemas para escribir cualquier cosa que pase de las 500 palabras, es decir, que no vaya a escribir en una única sentada, porque soy la persona con la mente más dispersa del mundo. Reto a quien quiera que ose disputarme el título. Nací así y llevo toda la vida perfeccionando la técnica: no me cabe la menor duda: soy la mejor.

    Saludos

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  4. Ya digo, Gusa: lo que funciona para mí, no tiene por qué funcionarle a otros =) Cada uno hace las cosas como sabe, o puede.

    Y yo misma te disputo el título a la más notable dispersión cuando quieras, oye. Si otro de los motivos por los que no hago esquemas es porque me disperso haciéndolos... XDXDXD

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