9 de decembro de 2011

MÉTODOS Y DEMÁS CHORRADAS

Pues qué queréis que os diga. Que todavía tengo la resaca del NaNoWriMo encima y que sigo escribiendo cuando y como puedo para ver si queda listo de una vez el primer borrador de la novela que, después de más de ochocientas páginas, ya va siendo hora.

Sí, he dicho ochocientas páginas. A doble espacio. Times New Roman tipo doce.

Por supuesto, hay truco. Ni usando un doble espaciado mis ciento veinte mil palabras llegan para ocupar esas ochocientas páginas, como sabrá muy bien cualquiera que se haya visto presionado alguna vez por un límite en palabras o folios.

¿El truco? Pues simple: yo llevo cuatrocientas páginas —párrafo arriba, párrafo abajo—, y mi gemela buena lleva las otras cuatrocientas, lo que, juntando ambos archivos nos da la bonita cantidad antes mencionada.

No, no hemos hecho trampa. Las dos nos apuntamos al NaNo, y las dos escribimos nuestras cincuenta mil palabras. Bueno, de hecho, las dos escribimos más de cien mil cada una. Que sean palabras de la misma novela no viene al caso: cada una se hizo cargo de su parte, de sus personajes y de lo que le tocaba contar. Y cada una de nosotras sigue escribiendo para cerrar los hilos argumentales, dirigir a los personajes donde deben estar y concluir de una buena vez la historia. Cuando ya esté todo listo, encajaremos las partes y ¡hop!, habremos parido una novela a cuatro manos.

No es la primera ni mucho menos, que ya llevamos una trilogía en común a nuestras espaldas, y probablemente no será la última, porque creo que ya he dicho antes que es muy difícil encontrar a alguien con quien te compenetres en esto de contar historias, pero cuando ese alguien aparece es divertidísimo.

He tenido otras parejas literarias, sí, es cierto. He perpetrado algún relato o escena con otra gente, con mejor o peor éxito, lo reconozco. Nunca me escucharéis decir que la fidelidad es una virtud destacable en un ser humano. Pero, sin querer menospreciar a mis otros compañeros de teclado, la experiencia no es la misma. Por varios motivos.

Supongo que lo más importante es que escribir con Ni no supone un esfuerzo de adaptación a ningún nivel.

Me explico: para empezar, ella tiene su estilo, perfectamente reconocible como suyo, y yo tengo el mío, también fácilmente distinguible. Habrá quien os cuente que se confunden, aunque nosotras no estamos tan seguras de ello. Las dos partimos del mismo sitio y queremos llegar al mismo lugar, eso sí, pero solemos usar distintos caminos para conseguirlo. Aunque, cuando perpetramos algo juntas, a veces tengo la sensación de que cada una de nosotras da un paso en una dirección hasta encontrarnos a mitad de camino, y la que escribe es la Mente Unificada Común, y no las dos monocigóticas implicadas en el asunto. Eso de por sí ya convertiría escribir con ella en una experiencia única, porque cuando dos estilos no encajan, pues no encajan. Da igual lo que hagas, da igual cuánto intentes amoldarte, da igual cómo te lo montes. Los párrafos rechinan, y las transiciones entre unas partes y otras se ven tan forzadas como la adaptación al euro, redondeo incluido. Cuando pasa esto, uno de los miembros de la pareja literaria —el más maleable, o a lo mejor el que tiene más tablas—, tiende a camuflar su estilo para que encaje con el de su compañero, y ahí es donde todo fracasa, porque, y lo he dicho mil veces, o escribes lo que quieres y como quieres, o la cosa no funciona. Que uno de los grandes retos en esto de aporrear teclas es encontrar tu voz, y renunciar a ella una vez que lo has conseguido, es absurdo.

Y bueno, que con mi colega eso no pasa. Que escribimos como nos da la real gana, y lo único que tenemos que hacer es activar el chip de “esto es a cuatro manos” y dejarnos llevar.

Sin embargo, eso no es lo único que hace que escribir juntas sea una experiencia descacharrante, catártica y absolutamente esquizoide. También está el hecho de que compartimos un sentido del humor muy similar —y absolutamente depravado, lo reconozco—, que nos encanta reírnos y disfrutar con lo que hacemos, y que nuestro ritmo y nuestros métodos para escribir son casi idénticos.

Y ahí es donde el NaNo me ha hecho reflexionar de verdad.

Durante ese mes he visto como un montón de gente se enfrentaba a esas mil seiscientas sesenta y siete palabras diarias como si fueran una condena o un objetivo inalcanzable. Leí como un montón de escritores intentaban pelearse con sus personajes e intentaban salir de los embolados argumentales en que los habían metido con más preocupación que diversión. Me enteré de que había gente que escribía esquemas detallados, que tenía fichas de personaje, que habían planeado cada escena por anticipado, que se bloqueaban porque llegaba un punto en el que no sabían por dónde salir y no tenían ni idea de qué contar a continuación… Y a pesar de todo, mucha de esa gente consiguió llegar al límite de las cincuenta mil palabras. O no, pero consideró una victoria el haber dado un empujón a su novela —y yo también, ojo, que ya lo dije la semana pasada. Aquí el premio que te llevas es lo que has escrito—, o haber avanzado unos cuantos pasos en el argumento.

Y ahí estábamos mi colega y yo con nuestro “método” —que ni siquiera sé si llamarlo "método" será demasiado aventurado—, escribiendo en automático lo primero que se nos pasaba por la mente, dejando que los personajes nos tomaran el pelo en doce idiomas, desarrollando la historia a medida que iba avanzando con apenas los comentarios imprescindibles para que las dos partes fueran más o menos por el mismo sitio, y arrancándole al teclado hasta ocho mil palabras en un día sin pestañear. Si no tuviéramos ese sistema, esa forma tan parecida de organizar el trabajo o, casi mejor dicho, de no organizarlo demasiado, probablemente tampoco podríamos escribir juntas por mucho que encajaran nuestros estilos. Y ni de broma íbamos a terminar una novela de más de ochocientas páginas en un mes y medio.

El caso es que el escribir sin pensarlo demasiado y de forma más o menos instintiva es nuestro método, el que nos funciona a nosotras y que le funcionará a alguno más y a otro no le funcionará en absoluto.

Entonces, ¿nuestra forma de trabajar es la mejor? Pues no, no lo es. No hay métodos buenos o malos, no dejéis que os engañen sobre eso. Los consejos sobre cómo se debe escribir, o cómo debe organizarse un proyecto, sólo sirven para el que los dicta y para nadie más. Cada persona es un mundo, cada escritor un sistema y lo que a mí me es útil no tiene que serlo para otro. Y, por supuesto, cada uno tiene su ritmo. Yo escribo rápido y en automático, porque desconectar el corrector de estilo que tengo agazapado en lo más profundo de mi mente, me permite avanzar sin romperme la cabeza y sin angustiarme. A editar, y a comprobar cómo se me han colado diecisiete adverbios terminados en –mente en un trozo en el que estaba convencida de que había puesto uno solo, siempre hay tiempo. Y tengo comprobado que, cuando me esfuerzo, se nota y no para bien. Cuando me planteo que tengo que hacer las cosas de una determinada manera es cuando aparecen las frases de chicle, las vueltas absurdas, las subordinadas incomprensibles y todos, absolutamente todos los defectos que aborrezco en un texto.

Hay a quien le pasa lo contrario. Hay quien necesita meditar cada paso en el camino, quien necesita pensarse las frases y la narración y construirlas de una forma determinada y consciente. Y que, aunque su ritmo sea más lento, el resultado es estupendo. ¿Por qué no iba a serlo?

Hay escritores que se pasan meses sin plantarse delante de un teclado porque no tienen nada que decir, y de pronto, se les enciende la lámpara y te sacan una novela del tirón. Y hay otros que se tiran años para acabar un proyecto, escribiendo a su ritmo, sin apurarse, planificando cuidadosamente cada escena.

Nadie puede deciros que un sistema es el bueno y el otro es el malo. Creo que mi teoría puede resumirse en una simple máxima: lo que os funciona es bueno. Lo que no os funciona, no lo es. Punto. Ya está. Fin de la historia.

Lo bueno del NaNo, es que, si os lo tomáis con serenidad, si miráis más allá de esa meta de las cincuenta mil puñeteras palabras que, al fin y al cabo, no es más que un número puesto al azar, podéis aprender mucho de vosotros mismos como escritores, porque durante un mes vuestra vida va a girar en torno a esa novela que supuestamente debéis acabar. Podéis descubrir si se os da mejor escribir por la mañana o sois unos nocturnos irredentos, si os gusta tener música de fondo preferís el silencio. Podéis saber si los esquemas os ayudan o sólo os hacen perder el tiempo. Podéis daros cuenta de que, por ejemplo, salir a dar un paseo os libera la cabeza y os hace escapar de un bloqueo que, por definición, es algo incompatible con el espíritu del NaNo. Podéis encontrar el modo de obligaros a acabar por fin una novela, cuando nunca antes lo habíais conseguido. Podéis percataros de las diez mil maneras en las que sois capaces de procrastinar, que oye, no sirve para nada, pero tiene su gracia. Podéis aprender a salir de los embrollos argumentales sacándoos el proverbial conejo de la chistera —no, no es una broma sexual, lo juro— porque no podéis parar a pensarlo durante días, o no llegáis.

En resumen, que si aprovecháis la experiencia, os vais a llevar, además de las palabras que hayáis escrito, una lección muy útil acerca de vuestro “yo” escritor, y actuar a partir de ahí en consecuencia.

Y sobre los métodos infalibles que intente enseñaros cualquier gran gurú de esos que anda por ahí perdido, ya sabéis lo que os voy a decir, ¿no? Pues eso: por donde se empiezan los cestos, mismamente.

Ningún comentario:

Publicar un comentario

Nota: só un membro deste blog pode publicar comentarios.