6 de xaneiro de 2012

¿?

Permitid que os explique mi problema: son más de las siete y media de la tarde, acabo de llegar a casa después de correr como un molinillo puesto de anfetas por toda la ciudad, y al abrir el correo me he encontrado con un amable recordatorio de que hoy es viernes y todavía no he escrito la entrada del blog.

            ¡Maldición! ¿En serio es viernes? ¿Y quién ha tenido la desvergüenza de robarme el resto de la semana? Odio las fiestas, en serio. Si ya normalmente vivo en una burbuja espacio-temporal distinta por completo de la del resto de la humanidad, en las fiestas mi caos mental se multiplica por mil. O se eleva a alguna potencia especialmente alta. No sé. El caso es que ni por un momento se me ha pasado por la imaginación que hoy fuera viernes. ¿Y ahora qué? Tengo una entrada de blog por escribir y ninguna idea de lo que voy a contar. Llevo un mes bastante desconectada, así que no he tenido ocasión de encontrar nada de lo que burlarme o con lo que regodearme, y estoy demasiado somnolienta como para sacarme un conejo de la chistera —una vez más: no, no es un chiste sexual. Aunque podría serlo— y pensar rápidamente en algo a lo que poder hincarle los colmillos. Además, después de dos docenas de tabletas de turrón de chocolate mis colmillos no están en su mejor momento, para qué engañarnos.

            Así que estoy haciendo lo que mejor se me da: sentarme delante del teclado y dejar que mis dedos vayan solos a ver qué se les ocurre. Estáis presenciando casi en directo un auténtico ejercicio de escritura automática suicida. ¿Por qué no? Si lo hago con las novelas, los relatos y los exámenes que no preparaba —que eran prácticamente todos— en aquellos lejanos tiempos en los que todavía estudiaba, ¿por qué no voy a hacerlo con una entrada de blog? Al fin y al cabo, el proceso es el mismo: te sientas delante del teclado o del folio en blanco y escribes lo primero que se te pasa por la mente con apenas la sombra de una idea. O ninguna idea, como es el caso.

            Es curioso… Siempre me ha hecho gracia eso de los “ejercicios de escritura automática”, supongo que porque nunca seré capaz de ver la diferencia entre escribir en automático y escribir “de verdad”, más que nada porque para mí no existe esa diferencia. La primera vez que escuché hablar de la escritura automática no tenía ni la más remota idea de qué me estaban hablando. Ya he dicho muchas veces que yo esto de darle a la tecla lo hago por instinto, y las definiciones “oficiales” me resbalan muchísimo, así que me tuvieron que explicar qué era eso: dejarte llevar y escribir sin corregir y sin pensarlo, sin preocuparte de las formas o cosas así… Creo… Y digo creo porque, como ya os he dicho, una parte de mí —la imprudente, la que siempre se está metiendo en líos por su falta de contención verbal— al escuchar esto piensa de inmediato: “Ah, pero… ¿es que hay otra forma de hacerlo?”. Pues al parecer si la hay, pero yo no tengo ni la más remota idea de cuál puede ser. Y lo digo en serio, de verdad. No intento vacilar a nadie, ni meterme con otras formas de hacer las cosas, ni nada parecido. Hablo desde la más absoluta confusión y —por una vez y sin que sirva de precedente— de la forma más inocente posible. No sé cómo se puede hacer de otro modo. No lo sé, de verdad de la buena. Os lo juro jurelito y todo eso.

            Cuando tengo una idea para algo —y subrayo el “para algo” porque cuando esa idea todavía no ha cobrado forma no sé si va a ser un relato, una novela corta, larga o una puñetera saga—, me siento y escribo. Y… Eh… Y ya está. Eso es todo. Quiero contar algo y lo cuento. Punto. Y aquí es donde podéis imaginarme encogiéndome de hombros con una expresión a mitad de camino entre la confusión más absoluta y la indiferencia más radical. Y a veces ese “algo” llega para llenar un par de folios, otras veces se extiende hasta las cien mil palabras, y otras se sale de madre y acaba siendo un monstruo de quinientas páginas… No me preguntéis por qué es así, simplemente lo es. Unas historias tienen que ser cortas y otras largas, eso es todo. Y no puedes comprimir una historia que tiene que ser larga en cinco folios, ni extender una idea que apenas sirve para escribir un puñado de párrafos hasta convertirla en una novela. ¿Cómo lo sé? Pues ni idea, sólo lo sé. Del mismo modo que sé cuando una frase debe ser larga o corta y directa. O del mismo modo que sé que tengo que poner una determinada escena en un determinado momento y no otra. O del mismo modo en que no me planteo por qué en un momento determinado hay un diálogo. Lo hay porque los personajes tienen que hablar y hablan, yo qué sé.

            Es decir: no tengo ni idea.

            Cuando escribo no pienso en “recursos dramáticos” o “figuras retóricas” o “ritmo” o “estructura” o la madre que parió a la cabra. Me siento, y escribo —insértese aquí un nuevo encogimiento de hombros— y ya está. Veo una imagen en mi cabeza y la describo como me apetece hacerlo. Tengo un diálogo en mente y lo transcribo tal cual. Quiero llevar las cosas del punto A al B y las llevo de la manera que me parece que deben ir. O que les parece a ellas, que ya os he hablado de cómo se rebelan las cosas… Y en ningún caso pienso cómo, ni cuándo, ni por qué. Sólo lo hago.

            Oh, después reviso, sí. Eh… más o menos. Corrijo algún dedazo, cambio el orden de alguna palabra, añado algún detalle… Pero no creáis que hay gran diferencia entre el producto inicial y el acabado. Está un poco más redondo, pero no mucho más. No creo que tenga un talento oculto que aparezca de golpe por pensar demasiado en una frase en concreto, o en una escena determinada. Soy quien soy, hago lo que hago y lo hago lo mejor que sé o que puedo. Esforzarme no va a hacer que nada mejore, o eso es al menos lo que he comprobado un montón de veces.

            Tampoco sé por qué lo hago así. Me encantaría decir que es un talento natural, un don, o como queráis llamarlo, pero no creo que alcance esa categoría. Supongo que simplemente respondo a los dictados de mi personalidad. Soy directa, práctica y no me gusta darle vueltas a las cosas. Si algo está bien, está bien, y pararme a pensarlo no lo va a hacer mejor, sólo más lento. Algún día aprenderé que millones de jefes a lo largo y ancho de toda la geografía mundial pensarán que trabajo menos sólo porque trabajo más rápido, pero me la trae al fresco: lo he solucionado siendo mi propia jefa. Y como cuando escribo nadie me está vigilando para saber si tecleo cien palabras o mil, si tengo las ideas estructuradas o no, si hago esquemas o me los paso por el forro, pues tampoco tengo motivo para hacerlo de otro modo.

            Eso no quita que tenga curiosidad por saber cómo se hace de otra manera. Es una de esas cosas que me planteo a veces, cuando no tengo nada mejor en lo que pensar. ¿Cómo se escribe cuando no es en automático? Si hay alguien en la sala que quiera explicármelo, estaría encantada de escucharlo. De verdad, una vez más lo digo en serio. Eh, igual aprendo algo, que nunca está de más. No creo que yo pueda hacerlo, pero oye…

            Oh, vaya, mirad: tres folios y aún no son las ocho. Creo que con esto ya cubro el cupo de hoy. Sí, ya sé. He escrito en automático, pero aún así soy muy consciente de que no he dicho nada. ¿Y qué? Si queréis que cuente algo concreto, pedidlo, o no os quejéis por lo que salga cuando tengo medio cerebro desactivado por el exceso de glucosa, cachorritos.

            Hale, hasta la semana que viene, ¿eh? A seguir bien y todo eso.

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